Ojos
Los ojos de una mujer son un océano,
un desierto,
mi mochila y todo lo que llevo dentro.
Los ojos de una mujer son dos vías por donde dejo rodar los míos.
Rodando, rodando, queda la angustia atrás.
Todas las miradas conmigo.
Los ojos de una mujer son un océano,
un desierto,
mi mochila y todo lo que llevo dentro.
Los ojos de una mujer son dos vías por donde dejo rodar los míos.
Rodando, rodando, queda la angustia atrás.
Todas las miradas conmigo.
Sé que la emoción del principio ya nunca volverá. Son cosas del cielo.
La primera vez que hice este trabajo una corriente me recorría la espina dorsal, las manos me sudaban y a duras penas podía vestirme apropiadamente. Antes de eso tuve que pasar muchos días observando el cielo, las nubes, los vientos, el calor en la piel, el sol y la luna. Hacía meses que no llovía y eso marcaba un límite. No hizo falta mi diagnóstico, el Jefe me hizo saber que debía empezar el trabajo. Por eso me vestí, por eso concentré mi energía y por eso comencé el baile de la lluvia. Saltando y cantando estaba más cerca del cielo, como buscando sus ubres para que nos vaciara el fluido vital. Y llovió, muchos días, muchos litros. Sí, llovió. Un bautismo de éxito que ha continuado hasta ahora.
Hoy dejo la tribu y este oficio. Los últimos 12 meses han sido muy duros, sin resultados. El baile ya no puede con el cambio climático.
Son cosas del hombre.
Cuando hay una lluvia de meteoritos procuro observarla en mi bunker subterráneo desde la tronera a ras de suelo. Los veo caer en oleadas, podría decir más gráficamente en arcadas, pero omitiré la sensación. Dejo pasar unos minutos hasta que la evidencia me dice que ha terminado el episodio. Al salir encuentro piedras diferentes, más grandes, más pequeñas, romas, punzantes, irregulares y más geométricas.
Llevo toda la vida observando estos fenómenos y desde los primeros he sido coleccionista de piedras. No sé decir la razón, pero unas veces escojo las pesadas, otras las regulares o las que me parecen tener forma escultural. Todas tienen su encanto y las guardo en mi museo particular de monumentos inanimados del universo.
Así me pasa muchas veces con las lecturas que cultivo. Ninguna es mejor que otra, aunque tengan virtudes diferentes. Ayer leía a Simone de Beauvoir y hoy a Mortadelo. Dos formas de romper el desencuentro, de vestirme de hombre que cavila, de hombre que ríe, que de todo somos parte y no por separado.
Brindo por el agua, la risa y la lluvia de meteoritos que ha sido entrar en contacto con la lectura, llena de personajes de comic llenos de calor, volcanes siempre dispuestos a una erupción de alegría.
Avec plaisir.
Se eligieron tan sólo unos miles en todo el mundo. Fueron los escogidos por el miedo. Iban a ser observados, controlados y todo daría forma finalmente a un estudio . Eran los cobayas de un macro experimento del cual nadie les había contado nada.
Yo siempre fui muy miedoso de pequeño. Temía la oscuridad, quedarme solo en casa, los ruidos por la noche, pero también las películas de misterio, los disfraces de ánimas, en fin cualquier cosa relacionada. Por entonces no sabía nada del implante que mandaba las señales de mi cerebro a la central de recogida de datos del experimento, pero casi estoy por pensar que me condicionó a ser más sensible a cualquier temor.
Ese tiempo ya pasó, el ensayo terminó y no quedan restos en mi cabeza.
Será por eso que ya no tengo miedo a mis fantasmas de niño. En cambio ahora tengo miedo a la oscuridad de no tener trabajo, a quedarme solo en casa con la hipoteca, a los ruidos por la noche de la habitación de los críos. A las películas de médicos que me están operando a mí, a vagar como ánima en pena si tú me dejas de querer....
Realmente soy muy miedoso.
Vivir al lado del río le había encriptado el sentido de la vida. Ya era muy anciano y no por eso más sabio. Los años no le habían traido paz ni sentido, todo al contrario, cansancio, desgarro y un enorme deseo de subir a la barca que porta el trono hasta más allá del telón.
Creyó tener un privilegio por no ser esclavo de la línea de la vida. Ahora, sin alicientes, ni deseos, ni curiosidad, sólo era un papiro arrugado y sombrío a la orilla de un río. Por más que suplicaba al paso de las barcas nadie le escuchaba. Quizá su voz era ya tan quebrada que ni siquiera alcanzaba pasada la orilla, no llegaba a ningún sitio.
Aquella noche se humilló ante los dioses como nunca había deseado hacer. Les rogó en todos los idiomas y con todas las plegarias, que escasamente conocía, que le dejaran marchar. Al fin, agotado, se rindió al sueño, el dios protector que él más había querido.
El sol salía de su cascarón oscuro poniendo luz a aquella noche de estelas de llanto y él, firme al borde del río, esperaba respuesta a sus rezos. No tardó en percibir la silueta de la barca que conducía Isis, investida con el trono en la cabeza, bajando por el Nilo. Entonces sí, paró, le invitó a subir y siguió camino hacia el mundo donde el dios Osiris le haría el juicio de los muertos.
No sabemos si este anciano ganó el juicio y consiguió la resurección, aunque quiero pensar que todas las personas que nos han dado sus pétalos para embellecer nuestra vida han pasado al más allá y han retornado en forma de otras flores que siguen alegrando y ayudando a gente como nosotros. Y tú, sin duda, debes ser una de ellas.
Glin, glon, glin, glin, tararín, chin, chin. No era sólo la música de vals, lo que también me extasiaba era ver a la bailarina de la cajita cuando mi madre se ponía en el tocador y la abría. Dentro había joyas corrientes, destellos de piedras de colores verdes, azules o rojas, y tintineos del golpeteo en busca de la más apropiada. Eso me parecía ruido porque la caja de música era lo único presente, lo que llenaba la estancia, lo que me abrazaba y elevaba en unos segundos robados al tiempo gris y vulgar de entonces.
La cajita la heredé yo y la tengo en el dormitorio. No está a la vista porque la reservo sólo para esos momentos en que el espíritu me pide un susurro; que una vocecita desde la memoria más niña le tienda la mano para cruzar esos riachuelos que aún siguen sin puente. Y no sé cómo hago que, a pesar de todo, a veces me mojo ¡¡hasta la cintura!!
Los días de vino y rosas pasaron para vosotros en vacaciones mientras que aquí sujetábamos el sol para que no nos hundiera en el polvo. Agosto dio la vuelta por la esquina y las risas más frescas de septiembre despiertan instintos de vuelta. Un viaje que ha de terminar cuando otro ya es un montaje fotográfico. Luego, cogernos las manos y dejar que la media luz de un cañón nos proyecte a más sueños, más tiempos que el futuro torneará, mientras el presente nos acuna con imágenes de genio. Y al fin y al cabo, que importa el lugar ni el momento, no es el cuento que te cuento entre nosotros lo que importa?
Se perdió su pista en el planeta amarillo. Un lugar que pareciera tocado por el rey Midas. No había diferencia entre el campo y la ciudad. Los edificios, las calles, el mobiliario brillaban bajo la incidencia de un sol amarillo fulgor. Los cultivos tenía un constante color trigo maduro y al ondularse como un mar interior recordaban las cabelleras de las jovenes habitantes amarillas movidas por una brisa costera. La vida no era ni blanca ni negra, tenía el color del oro, pero no su brillo.
Movido por la curiosidad viajé hasta allí y me empeñé en su búsqueda. Fui escalando peldaños en mi investigación y a los pocos días ya tenía localizada su casa, aunque no a él. A base de cerrar el cerco llegué a concertar una entrevista con una persona que habría de ser vital para mis pesquisas. Lo había conocido al poco de llegar allí y me dijo que eran amigos. En un largo circunloquio me explicó lo inadaptado que había vivido siempre, la paciencia que demostró para encajar en ese paisaje monocolor y por fin me relató que había muerto sin conseguirlo. Su piel negra fue incapaz de mutar de color y el planeta amarillo lo engulló. La excepción no se tolera.
Nunca más pisé un planeta de un sólo color.
Marinera de aguas someras,
No nos hemos visto el pelo en todo el verano. Supongo que tu trabajo y mi convalecencia no han dado muchas ocasiones.
Me he pasado todas estas semanas tratando de hablar con unos y otros del Taller. Más mal que bien, pero ayer por fin hablé con Borja y me anunció que quiere convocarnos el 3 de octubre para plantearnos las ideas que propone para este curso y recoger nuestras propuestas.
Todavía no se ha hecho público. Tú eres la primera, después de mí, en tener esta info. No obstante quedamos con Borja en mandar un correo a la gente, que igual lo manda él o me pasa las direcciones y os lo mando yo.
En fin, tú ya lo sabes. El 3 de octubre en la sala de siempre a las 10:00 nos veremos. Espero.
Salud y alegría
La playa, el verano, eran rompeolas de andanzas tempranas, el alambique por donde, en un hilillo fino, se destilaban juventud y sueños, deseos y aventuras. Aún tengo su eco.
Los veranos visten mis recuerdos de arena y de mar, juegos colectivos, miradas y besos ambicionados, a veces someros, como las aguas de la playa hasta la cintura, ¡¡ojo con ir más adentro!!
Pasan las bicicletas como sonidos de risas compartidas por chistes groseros, voces en busca de su camino, de más tiempo, que no volverá. Siguen olores pegados a la imagen de los pescadores levando a sus lomos las barcas hasta flotar más allá de la espuma. La quilla lamiendo el sabor azul. Es una mirada cíclica estimulada por la misma postal, la que fotografió una época tan especial que aunque quiera frotar nunca se desprenderá de mi piel.
Una bota, después la otra, estaba dispuesto. La claridad no llegaba aún hasta aquella caseta de bosque, pero había que partir. El camino estaba trazado, así que, a pesar de la penumbra, no había que preocuparse. La noche nos cierra unos sentidos, pero nos despeja otros. Sentía cada huella que dejaba a cada paso como si hiciera la presión con un molde, como si fuera el rastro imprescindible para venir a buscarlo. Y esa incursión no le parecía tan improbable porque su meta tenía riesgo, más por empeñarse en acometerla en solitario.
Somos frágiles. Por eso es importante confiar. En uno mismo. En lo que queremos. En lo que tenemos entre las manos.
La espesura tintaba de verde y marrón los contornos. La marcha nocturna le pintaba los ojos de buho y estiraba sus orejas de soplillo. Era uno más en ese territorio salvaje. Lo sabía y seguía su desarrollado instinto. Y el sol rompió el silencio de la oscuridad. Abrió un resquicio de calor en el recorrido otoñal. Todo el paisaje mutó a una banda de luz más inteligible. Breve, observó esa transfiguración, para continuar luego su trayecto.
El camino se repechaba, seguía un curso rectilíneo entre las coníferas. Llevaba ya 10 horas de caminar y sentía que estaba cerca, muy cerca de destino. Al coronar el cerro la distancia se prolongaba, el bosque cedía un claro. Y allí en medio del espacio despejado lo vió. Un enorme secuoia ocupaba todo el frente visual. Se acercó e impuso las plantas de sus manos sobre la corteza, que inmediatamente se abrió.
Ahora que ya ha pasado tanto tiempo te lo puedo contar. El árbol se abrió y él se coló dentro. Después hubo una ignición y surgió un cohete que desprendiéndose de la corteza vegetal apuntó su vuelo hacia el azul.
Querido nieto, yo era aquel hombre y hoy has de saber que tú también procedes de las estrellas.
Los días eran agotadores. Trabajar de sol a sol sin apenas descanso, y en plena canícula. Su único relajo era ese momento justo cuando el sol tocaba el suelo y su inmensa bola era deglutida por la tierra. El sol era precioso, pero a ella le himnotizaban las nubes, el color del que se disfrazaban, las irisaciones luminosas que incidían en línea recta a su sensibilidad. Cada atardecer.
Y vuelta a empezar, otro día sin reposo. ¿De qué color se vestirán hoy las nubes?
Empezaba el extasis del atardecer y desde su elevación habitual esperaba el travelling colorista de emociones y texturas. Casi no se dio cuenta cuando todo se oscureció y una fuerte presión le aplastó sin remedio.
- Hay que ver que no puedes ir a ningún lado que no te invadan las hormigas. Una menos.
La piel es un calendario. Tersa y expuesta la adolescencia le presta la osadía y la curiosidad. Con el contacto se busca el amor aunque el viaje se pare en la estación del placer. Es el tiempo del descubrimiento.
Más adelante la piel se va curtiendo y da cuando recibe, se convierte en más cautelosa, menos impulsiva, de color tiznado, ha perdido el blanco virginal.
Hoy, veo los surcos en mi frente en el espejo y pienso qué hubiera sido de haber podido atravesar el espejo. Qué tontería! Ahora ya no hay remedio, cada surco es una página de mi biografía. La piel tiene memoria y me recuerda lo que yo olvidé, las vidas que tuve y las que soñé. La historia.
Cuando des la mano a otra persona, concentraté e inspira hondo, verás que, como en un corto, te aparecen secuencias de su vida. Es el mensaje que está escrito en la piel, un cofre lleno de tesoros, siempre por descubrir.
El día que los truenos se desaten será el momento. Recuerdo esa frase enigmática de mi abuela, que por cierto no era nada bruja. Yo la conocí abuela toda mi vida, recogida, vestida de negro, con una mirada dulce y profunda, no creo que le faltara ningún surco por definir en la frente y con unas manos siempre cálidas y extremadamente tersas con relación al resto de sus facciones. Esas manos tenían algo terapéutico. Te cogían las tuyas y una corriente de bienestar fluía, pero ella no era nada bruja.
El día que los truenos se desaten será el momento. Se lo debí oir centenares de veces. Yo suponía que algo tan cierto debería ponerla sobre aviso, pero nada, seguía su vida día a día con idéntica rutina.
Así llegó el día, el largamente presagiado. Una tormenta infernal se desató en la comarca. Y empezó a llover y llover hasta un número elevado a n. Viendo el panorama abandonamos el hormiguero en orden y sin bajas. Excepto la abuela que ahí se quedó enfrentando el temporal quitándose incluso los escudos metálicos del pecho. Para ella no valía reconvertirse o intentar huir, era el momento previsto. Nunca más supimos de la abuela, aunque de tanto en tanto encontramos la caja de cerezas abierta. Sabiendo lo que le gustaban, estoy empezando a pensar si realmente no era un poco bruja.
La leyenda alimentaba la idea de que aquel sauce creció en donde ella era un recuerdo. Es cierto que en aquella zona se le enterró clandestinamente, tan es así que nadie sabe exactamente donde quedó su cuerpo. Era pues una leyenda.
Él nunca la llegó a conocer, pero se había empapado de sus poemas, sus largos versos de soledad y recuerdos. También de contestación y grito de libertad contra el fascismo. Los había memorizado en su mayoría. Caminaba despacio recitándolos en dirección al árbol. El verano estaba rabioso y al mediodía el sol hería como una daga. Así, llegar al sauce fue una bendición. Se sentó apoyando la espalda en el tronco y empezó a soñar. Cerrando los ojos intentaba imaginar a Marina en su esplendor, escribiendo poemas encendidos que inflamaran a los combatientes en el cerco de Madrid. Y bien que lo consiguió, era un altavoz vigoroso y constante, una voz inagotable comprometida con la causa.
Sería el calor, el ensimismamiento de aquellos recuerdos, o la hora del día, pero quedó dormido. Dormido se pensaba mientras raices salidas del árbol le iban abrazando y cubriendo hasta tal punto que al cabo quedó enlazado al sauce en un abrazo conyugal, sin retorno, en un sueño de fellicidad.
Así se cuenta la leyenda de aquel enamorado de Marina que soñando con ella fue rodeado y convertido en materia vegetal del sauce que le daba sombra. Desde entonces el sauce dejó de llorar y sus hojas y frutos son más brillantes y bellos.