BOSQUE
Una bota, después la otra, estaba dispuesto. La claridad no llegaba aún hasta aquella caseta de bosque, pero había que partir. El camino estaba trazado, así que, a pesar de la penumbra, no había que preocuparse. La noche nos cierra unos sentidos, pero nos despeja otros. Sentía cada huella que dejaba a cada paso como si hiciera la presión con un molde, como si fuera el rastro imprescindible para venir a buscarlo. Y esa incursión no le parecía tan improbable porque su meta tenía riesgo, más por empeñarse en acometerla en solitario.
Somos frágiles. Por eso es importante confiar. En uno mismo. En lo que queremos. En lo que tenemos entre las manos.
La espesura tintaba de verde y marrón los contornos. La marcha nocturna le pintaba los ojos de buho y estiraba sus orejas de soplillo. Era uno más en ese territorio salvaje. Lo sabía y seguía su desarrollado instinto. Y el sol rompió el silencio de la oscuridad. Abrió un resquicio de calor en el recorrido otoñal. Todo el paisaje mutó a una banda de luz más inteligible. Breve, observó esa transfiguración, para continuar luego su trayecto.
El camino se repechaba, seguía un curso rectilíneo entre las coníferas. Llevaba ya 10 horas de caminar y sentía que estaba cerca, muy cerca de destino. Al coronar el cerro la distancia se prolongaba, el bosque cedía un claro. Y allí en medio del espacio despejado lo vió. Un enorme secuoia ocupaba todo el frente visual. Se acercó e impuso las plantas de sus manos sobre la corteza, que inmediatamente se abrió.
Ahora que ya ha pasado tanto tiempo te lo puedo contar. El árbol se abrió y él se coló dentro. Después hubo una ignición y surgió un cohete que desprendiéndose de la corteza vegetal apuntó su vuelo hacia el azul.
Querido nieto, yo era aquel hombre y hoy has de saber que tú también procedes de las estrellas.
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