CAJITA
Glin, glon, glin, glin, tararín, chin, chin. No era sólo la música de vals, lo que también me extasiaba era ver a la bailarina de la cajita cuando mi madre se ponía en el tocador y la abría. Dentro había joyas corrientes, destellos de piedras de colores verdes, azules o rojas, y tintineos del golpeteo en busca de la más apropiada. Eso me parecía ruido porque la caja de música era lo único presente, lo que llenaba la estancia, lo que me abrazaba y elevaba en unos segundos robados al tiempo gris y vulgar de entonces.
La cajita la heredé yo y la tengo en el dormitorio. No está a la vista porque la reservo sólo para esos momentos en que el espíritu me pide un susurro; que una vocecita desde la memoria más niña le tienda la mano para cruzar esos riachuelos que aún siguen sin puente. Y no sé cómo hago que, a pesar de todo, a veces me mojo ¡¡hasta la cintura!!
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