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LA PROCESION DE VIERNES SANTO EN LA CATEDRAL DE SANTA ANA

LA PROCESIÓN DE VIERNES SANTO DE LA CATEDRAL DE SANTA ANA

La procesión acababa de salir de la Catedral de Santa Ana, los pasos se seguían unos a otros llevados por el ritmo golpeado de los tambores y el pitido agudo de las cornetas. Todos al mismo paso, todos con el mismo contoneo fúnebre y respetuoso.

La imagen que causaba mayor expectación era la quinta, pues detrás de ella venían los penitentes, y despertaba un morbo inquietante entre la multitud que ya empezaba a agolparse para ver mejor los detalles. Pasaba el paso de La Flagelación.

Esta vez, no había muchos penitentes, entre todos formarían un grupo de 6 personas, dos mujeres y cuatro hombres, sólo una de ellos iba descalza, cubría su cuerpo con un sayo hecho de saco de aspillera, y lo ceñía a su cintura con una gruesa soga de esparto, enroscada por dos o tres vueltas y anudada por siete u ocho nudos. Ella por sí sola llamaba la atención, por los numerosos cilicios que llevaba atados al cuerpo, por la sangre que manaba de sus rodillas, su cuello, y su espalda.

Colgada al cuello con alambre de espinos llevaba una enorme cruz que le llegaba a la entrepierna, de madera, y un Cristo labrado en oro y pedrería, una cruz hermosa, y tentadora. En sus manos llevaba un rosario entrelazado, con el que iba caminando y rezando a la par. En cada respuesta se atizaba con el látigo que sujetaba con ambas manos, se daba con rabia, y cuanto más daño se hacía mayor era su sonrisa, y su arrobamiento místico.

Como los pasos iban lentos, ella se propuso rezar todos los misterios en esa noche; gozosos, dolorosos, gloriosos y luminosos. Los gozosos, en realidad los pasó de corrida, sin apenas anunciar los nombres de ellos, pues a ella, los que de verdad le interesaban, eran los dolorosos, para expiar sus culpas, en ellos estaba, fustigándose con auténtica saña, y aquel rosario no paraba de correr entre sus dedos, y su boca no perdía compás ni siquiera al respirar, al rezar las jaculatorias.

Veinte misterios en total, y sólo cinco dolorosos, eso le causaba mucha pena, temía acabar la procesión sin poder ser perdonada por todas sus faltas, algunas muy graves, como la de esta noche.

Oración tras oración, aquella mujer tenía los labios resecos y espumilla blanca reseca en la comisura de éstos. Por cada misterio, tenía que rezar 10 avemarías, 1 padre nuestro, 1 Gloria y 1 Jaculatoria.

Andaba como una zombi, sus pasos no seguían orden alguno, ni el ritmo cadencioso de los tambores, su cuerpo oscilaba hacía atrás y hacía delante, en un movimiento pendular uniforme, como si de un títere se tratara. No miraba a nadie, sólo al suelo, su mirada perdida en el asfalto de las calles, enajenada por completo, ella seguía fustigándose y rezando.

A pesar de que su visión, era la comidilla de todo aquel que la veía, ella seguía distanciada en la soledad y amargura de su alma. Algunos se reían, y mofaban de ella, bajito para que no se notara, otros giraban la vista, otros simplemente tenían la mirada imantada a su cuerpo y a sus movimientos, cada vez más rápidos y coléricos. Otros, los más esperaban una reacción de dolor, algún grito, algún aullido, un simple suspiro o desvanecimiento, pero nada de eso se produjo.

Atónitos, y con espectral silencio estaban los espectadores de aquel siniestro y macabro acontecimiento, sin acabar de entender ni comprender semejante autocastigo.

La procesión seguía su marcha marcial, paso a paso, y ella seguía con su rosario, y los misterios  ya iban por los gloriosos, mientras por la puerta de la catedral habían pasado ya cuatro pasos más.

Y ya como punto final salió el Santo Sepulcro, un ataúd con el cuerpo Presente de Jesucristo. Detrás de esa imagen mujeres de riguroso luto, y peineta en ristre van siguiendo la procesión, con sus rosarios en sus manos enguantadas de blanco, impolutas y a la vista, libres de pecado, portando velas para alumbrar el camino del Señor.

Cuando los pasos iban de vuelta a la catedral, a pocos metros del pórtico, cayó desmayada, chorreando sangre, con los pies abrasados del asfalto, y el sayo hecho trizas. Apenas quedaba nadie en el pórtico.

Unos jóvenes estaban en el parque de enfrente, sentados en el respaldo de un banco, frente a la entrada de la Catedral, la vieron caer, y quedarse ovillada alrededor de su cintura con las piernas dislocadas. Sería por la Semana Santa y la sensibilidad que esta despierta en la gente hacia el prójimo o por que simplemente no eran tan pasotas como se creían, pero se echaron en tropel hacia ella e intentaron levantarla, pero…

La mujer apenas si respiraba, los portadores del paso que iban ya en descanso, sacaron a los jóvenes de allí, y se la llevaron en brazos.

En la casa del Obispo, pegada a la catedral, unas monjas la recogieron, la asearon y la cuidaron, hasta que estuvo recuperada.

Se supo días después que era monja de las Carmelitas, en régimen de casi clausura, se había escapado del convento, para acudir a la procesión, se lo había prometido a su padre en el lecho de muerte.

Ella sabía que estaba totalmente prohibido tanto el escaparse como el dar el espectáculo que dio, la voz corrió como la pólvora en los días siguientes al Viernes Santo. Y la gente no conocía su condición de monja, pero se interesaba por ella, y cuando acudían a la catedral preguntaban al párroco siempre por ella, y rezaban oraciones por su pronta recuperación.

Cuando llegó a su convento, la Madre la recibió de muy malos modos, y le dijo que el Obispo iba a tomar cartas en el asunto, y decidirían si seguía en la congregación o la expulsaban.

Otra salida era que se fuera a las misiones en el Sudán, con carácter indefinido.

Sor Milagros no dijo nada, entendió el castigo, y admitió con gran regocijo su nueva habitación: la Celda de Castigo, lo único que pidió fue que le dejaran llevar su gran crucifijo y su rosario.

A ello no se negó la madre, y con un hábito limpio, y sus instrumentos de rezo se adentró en aquel cuartucho húmedo y sombrío.

Cuando se cerró a su espalda la cancela de la puerta, Sor Milagros respiró hondo, cogió su rosario, con cuentas aproximadamente de un centímetro de diámetro, de tacto nacarado y color negro, se arrodillo, y rezó con fervor, para que Dios es su excelsa benevolencia, le impusiera el castigo más duro que pudiera imaginarse.

Después alzó el crucifijo, quitó el espejo minúsculo, rayado, y en su lugar lo colgó.

Como yo te quiero y te adoro, nadie Señor Mío, nadie. Dame el peor castigo que haya a tu alcance. Te lo debo por incumplir el reglamento, pero… Se lo prometí a mi padre, tenía que expiar sus pecados, y los míos. Soy tu esclava, dispón de mí como tú creas conveniente mi Señor. Ellos te crucificaron, te asesinaron, te trataron como a un vulgar delincuente, y yo quiero pagar también por esas culpas. Perdóname Dios Mío y haz de mí tu voluntad.

 

 

 

 

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