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Trastos & Letras

Capítulo 1 (primera parte) Niña Lucia

CAPÍTULO 1: NIÑA LUCIA

 

Estar de nuevo en esa casa me trajo recuerdos felices e inesperados después de todo lo pasado.

 

El escritorio de mi padre, sus papeles, el olor a incienso de canela, el orden estricto en cada una de las distancias que se formaban entre las distintas herramientas que utilizaba para su trabajo, tan pulcras, tan estudiadas que parecían obedecer a un complejísimo cálculo matemático.

 

La enorme mesa de dibujo, con los planos extendidos, su regla atravesándola en toda su anchura, sujetada por la cuerdecita que le ayudaba a trazar los ángulos rectos, su cartabón y escuadra, ambos perfectamente alineados a la derecha… 

 

Mi padre siempre me reñía, no quería que jugase allí, le molestaba el solo hecho de verme de aquí para allá. Él me decía que cuando entraba a su despacho todos los planetas se desbarajustaban y perdían la cuadratura del universo. Yo no lo entendía, en realidad no lo entendí nunca. No sólo buscaba su compañía, si no que quería agradarle en todo momento, pero cuanto más me esforzaba, menos lo conseguía.

 

Cuando se sentaba en el taburete y empezaba a derramar tinta en forma de líneas rectas o curvas, yo lo observaba y me sentía en medio de un ritual casi místico; su mirada perdida más allá del horizonte del papel, recreando unas estructuras tan sólo imaginadas en su cabeza que poco a poco iban delineando siluetas y perfiles de edificios en aquel papel cebolla intocable. No me dejaba acercarme bajo castigo de quedarme sin cenar, o de quedarme sin cuento para dormir, y esto último sí que me dolía de verdad.

 

Así que mientras él transformaba sus ideas en planos milimétricos, yo abría el cajón de la derecha del escritorio, el de en medio, el de arriba permanecía siempre cerrado con llave, cogía papeles de carta y un sobre con los márgenes de colores rojo, azul y blanco, y empezaba a dibujar y a garabatear rallajos en ellos. Mi padre de vez en cuando me observaba de reojo y me preguntaba: —¿Qué haces Lucia? —, y yo siempre le respondía lo mismo —escribir una carta a mamá—, después simulaba firmar con mucha afectación pues mi padre pensaba y me hizo pensar a mí, que lo más importante y significativo de una carta era la firma. Por ella eras respetado o vilipendiado.

 

 

 

 

 

Al llegar a la casa después del entierro, una chica joven del servicio, nos acompañó a María y a mí a la habitación que habían preparado para nosotras. Era la antigua estancia de invitados donde normalmente se alojaban mis tíos cuando venían de visita, aunque lo hacían muy de vez en cuando.

 

Constaba de dos estancias en una, en la principal se encontraba una gran cama de matrimonio, con su ropero, mesillas, una mesa y dos sillas, un escritorio, un espejo antiguo encima del tocador. El ambiente quedaba algo enrarecido ante tan profusa decoración añeja. La otra estancia era de dimensiones más reducidas, se empleaba para alojar a algún bebé y en su caso para la niñera.

 

María acomodó su ligero equipaje en la pequeña cama y enseguida empezó a deshacer mis maletas y colocarlo todo en su sitio.

 

El hecho de estar en esa habitación me hizo sentir como lo que era: una visita con fecha de caducidad. No es que me molestase en exceso, pero me hubiese sentido más cómoda en mi habitación. Me imaginé que estaría totalmente cambiada, que no quisieron que me sintiese aún peor.

 

Mi cuarto era mi santuario, siempre al salir del despacho de papá me llevaba mis dibujos y las cartas para mamá. Me entretenía en dibujar los sellos, mi padre decía que los sellos los debía hacer cada uno de modo particular, y que cuanto más bonito fuese el sello, más rápido le llegaría a mamá.

 

Me pasaba días y días pintándolos y repasándolos, hasta que por fin estaban preparados para darle las cartas perfectamente selladas al cartero.

 

Éste mi miraba con una cara extraña, cogía la carta y siempre alzaba los ojos hacía la ventana de mi padre antes de meterla en el saco. Más de una vez vi a mi padre entre las cortinas asintiendo con la cabeza a su mirada. Después me sonreía con tristeza, y yo no entendía por qué. Un día le dije que no estuviese triste, por que eran cartas para mi mamá para decirle que volviese pronto, que la quería mucho y que papá la echaba mucho de menos. Él me contestó que en ese caso se daría más prisa que nunca para que mi madre la recibiese cuanto antes.

 

No pude reprimir más mis ganas y mientras María seguía con sus labores, me fui al temido despacho.

 

Abrí la puerta, no sé si con miedo o respeto. Estaba todo oscuro. Las cortinas permanecían echadas sobre los ventanales cerrados. El olor a cerrado me dejó algo perpleja, siempre había sido un sitio agradable y luminoso. Descorrí los cortinajes, abrí los dos balcones de par en par, sin mirar a nada. Cuando volví mi vista atrás…, después de tantos años pude comprobar que permanecía igual, inamovible, como si de un cuadro de mi memoria se tratara.

 

Mi instinto me llevó al cajón de costumbre, seguía habiendo sobres y papel de carta, y algunas de mis pinturas. No supe como encajar eso. Mi padre y yo habíamos perdido toda relación y él no había cambiado nada de lugar, incluso durante los años en que yo aún estaba en casa y que ya no entraba a ese lugar, podrido ya para mí, no se deshizo de mis cosas.

 

Acariciaba ese papel entre mis dedos, inspeccionaba su rugosidad, lo llevé a mi nariz y sentí ese olor a papel viejo que tienen los libros de una biblioteca cuando no se usan en mucho tiempo. Cogí un sobre, seguían teniendo esos colores en los bordes. Mis pinturas estaban intactas, pero no me atrevía a tomarlas por miedo a que se deshiciesen entre mis dedos.

 

Rebuscando aún encontré una de mis cartas a mamá. La doblé y la introduje en uno de los sobres. Por inercia estaba a punto de dibujar un sello…

 

—¿Quién está ahí? —preguntó una voz dulce y apagada.

 

Me sobresalté, no esperaba a nadie. Y esa voz… me volví hacia la puerta. La imagen que vi fue como una alucinación. No era un fantasma. La había olvidado. No pregunté por ella en el entierro. No sé por qué, supongo que creí que ya estaba muerta.

 

—¡Abuela Amelia!

 

—¿Quién eres? Acércate. ¿Cómo te llamas?

 

—Soy Lucia abuela, tu nieta. ¿Te acuerdas de mí?

 

—Lucia, ¿eres tú mi niña Lucia? —preguntó emocionada.

 

—Abuela, perdona por no haber ido a verte antes, pensé que…

 

—No te preocupes. Lo entiendo. No es normal que una madre entierre a su hijo. Pero así es la vida.

 

Me acerqué a ella y la abracé. Hacía tanto tiempo que no lo hacía que yo también me turbé.

 

—¿Qué haces niña Lucia? — me preguntó señalándome la carta que llevaba todavía en la mano.

 

—Nada, era una de mis cartas para mamá.

 

—¡Ah! Lo recuerdo como si fuese ayer mi niña. Me hacías escribir el remite de todas ellas. ¡Ay! Y total para nada…

 

—¿Cómo? ¿Por qué dices eso abuela?

 

—Señora… perdón Lucia, le llama tu marido —María me alargó el móvil— Lo tenía encima de la cama, y me he tomado la libertad de contestar.

 

—No te preocupes María. No pasa nada. Está bien.

 

—Bueno niña Lucia, voy a ordenar que preparen la comida, mientras tu atiendes a tu esposo. Ya hablamos más tarde.

 

—Sí, está bien abuela. Luego hablamos.

 

—Hello, Michael. How about you?

 

No estuvimos mucho tiempo hablando por que apenas tenía batería. Volví a la habitación para ponerlo a cargar.

 

Las palabras de mi abuela me dejaron absorta, pero decidí no darle más importancia, Mi abuela tenía casi cien años y probablemente su cabeza empezaba a fallarle. Preferí descansar un rato. Me tumbé totalmente estirada en la cama y al cabo de muy poco estaba profundamente dormida.

 

Tuve un sueño extraño y repetitivo, no veía nada, y mi abuela me decía: —niña Lucia, ¿otra carta para mamá? —.

 

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