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Trastos & Letras

Tormenta de cada verano

Cuántas veces terminé el verano en aquel bar, donde el calor era un tiempo en retirada y los deseos volvían al campo de la frustración. Era el lugar perfecto para rebobinar: autocompasión y desespero servidos con poco hielo. Un verano más mi juventud había soltado amarras en un mar sin calado para navegar. El sueño del "amor de verano" quedaba pendiente en la agenda y mi crecimiento personal llevaba camino de convertirse en un enano sin esperanza. Ese año fue Marga, una chica de Barcelona que vivía en mi calle. Era una joven espigada y desenvuelta, que aún no había madurado lo que debía por su edad. Me atraía su ingenuidad y la falta de complejos con que me respondía. Quedé atrapado en las sedas de su adolescencia aún por modelar. No importaban los juegos que le interesaran, de niñas con otras niñas, me plegaba a su cercanía y era el incansable admirador de su luz. Me mostraba paciente, no quería agredir sus costumbres infantiles. Organicé mi cerco con respeto, sin violentar, dándole tiempo. Si alguna vez me creí un Napoleón de la estrategia debí fijarme en Waterloo porque, adiós, ella se fue. Sin más se fue. Otro año más compuesto y sin novia.

El cielo se fue cerrando y yo, desde las cristaleras del bar, con las nubes plomizas como telón de fondo, di por finalizado el verano. No tardó en verse un rayo vertical, como un látigo en mi pensamiento. Después explotó el trueno y la luz vaciló por un instante. Salí del bar justo cuando empezaban a caer las primeras gotas. Me dejé empapar por el agua, tan limpia, tan necesaria para lavar los recuerdos y permitirme volver al año siguiente con la esperanza intacta de encontrar ese primer amor idealizado.

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