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Trastos & Letras

MATAME, QUIERO MORIR DE TU MANO

MATAME, QUIERO MORIR DE TU MANO

VIOLENCIA DE GÉNERO

Hay algo que nunca entenderé. ¿Por qué una mujer puede llegar a depender tanto de un hombre, y de tal forma que se deje matar por él?

Hoy os voy a contar una historia que bien podría ser real, en la que se plantea la pregunta anterior, y a la que no logró darle explicación.

MATAME, QUIERO MORIR DE TU MANO.

Amalia, se levantó de la cama como borracha, su cabeza estaba más abotargada que de costumbre. Oía a los pájaros cantar en el jardincillo de la puerta trasera. Se imaginó una linda mañana de primavera en su cabeza dolorida. No la podía ver. No quería levantar las persianas.

Sabía que la noche anterior, todos los vecinos habían sido testigos no presenciales de la fuerte discusión mantenida la noche anterior.

Se había ido, y… ¡Ojala, no volviese nunca!

Las mañanas antes de conocerlo eran brillantes, llenas de vida, eran ventanas asomadas a la esperanza, eran, eso… tan sólo mañanas. Tranquilidad, felicidad, alegría, señal de que un nuevo día se abría y posibilidad de encontrar ese ansiado amor de su vida.

El mismo día que lo vio supo que era él, y así fue.

Andrés era un chico maravilloso, con unos ojos azules intensos, y de mirada casi inquisitiva. Una sonrisa que enamoraba, tanto por sonoridad como por su impecable dentadura blanca, brillante y cuidada.

Cuando le propuso que fuese su novia, no cabía en si de gozo. Era amable, cariñoso, casi en exceso, siempre pendiente de su ropa, de sus miradas, de su sonrisa, de sus palabras.

Había algo en su conducta que la asustaba un poco, y es que siempre buscaba sitios solitarios, pero nunca le hizo ni le dijo nada que la ofendiese. Era muy correcto y para todo pedía permiso. Aún recordaba el primer día que estaban a punto de besarse y él le pregunto: ¿Puedo?

En la ensoñación de ese recuerdo una sonrisa le amaneció en la cara. Pero cuando llegó al lavabo y vio su cara reflejada en el espejo, toda la magia se rompió, igual que se rompieron la noche anterior sus pómulos, su ceja, su labio superior, y una de sus palas bajo el puño hiriente y ofensivo que sólo buscaba la sangre en su tacto.

Al rodar de sus lágrimas, otro recuerdo feliz le llegó. El día en que se casaron. Lo pasó mal, pues Andrés estaba muy nervioso, miraba constantemente vigilando a todos los invitados, a los que se les iban los ojos detrás de ella.

Y no era de extrañar, estaba hermosa, radiante, nunca lució su rostro una alegría mayor. Su pecho se le salía de gozo. ¡Cómo amaba a ese hombre!

La noche de bodas, fue irrepetible, no había en el mundo hombre más enamorado que Andrés, todo él se deshacía en carantoñas, caricias, palabras tiernas, besos, hasta cuando le hizo el amor derramó en ella tal suavidad, tal paciencia, que ella pensó que había alcanzado el mismo cielo. No podía creerse la suerte que había tenido.

Él le decía lo hermosa que era a cada momento, cuanto la iba a mimar y a cuidar, recuerda como cogió sus manos y las llenó de besos, y juró y perjuró protegerla y mimarla hasta la locura.

¡Locura! Esa palabra le hizo recordar otra clase de locura.

Se dejó caer descuidadamente, resbalando por las baldosas del cuarto de baño. Miró sus manos, antes envidia de todas las vecinas, ahora motivo de vergüenza, soledad y aislamiento. Siempre salía a la calle con guantes, decía que la alergia al sol le provocaba ronchas muy dolorosas. Perdió su mirada entre los múltiples arañazos, golpes, quemaduras y hasta diminutas mutilaciones en los dedos producto de las brutales palizas y ensañamiento cuando su marido entraba en estado de shock, tras una crisis de celos.

En su cabeza navegaban ahora, los primeros síntomas de su enfermedad asesina. Recordaba las pequeñas discusiones que tenían cuando se pintaba o se arreglaba para ir a hacer la compra, y ella se lo tomaba a broma y le mandaba besos y guiños de ojos que tan a menudo se dedican las parejas de enamorados. Entre el llanto y las lágrimas, se intentaba superponer la sonrisa de antaño, pero el dolor de su mandíbula amoratada e hinchada le convenció de que definitivamente era una mala idea.

No era tiempo para la alegría, si no para el sufrimiento. Su cabeza no podía pensar, solo su corazón pedía con gritos desgarrados pero inaudibles que aquello terminase, que no volviese nunca más, pero el siempre volvía y ella siempre lo perdonaba.

Al principio fueron las palabras que pasaban de un gradiente a otro más lesivo, cada día avanzaban en la degradación de su imagen, de su autoconfianza, de su autocontrol, hasta llegar a nada. Los “pareces” se convirtieron en “eres”, los “¿no te da vergüenza?” a “desvergonzada”, los “como una cualquiera” en directamente “puta”. Cuando las palabras ya no fueron suficientes para calmar la zozobra del empellón, empezaron los guantazos con la mano abierta, los escupitajos, los puñetazos en las puertas, en las paredes, los gritos en lo techos, nada podía parar ya la ira y la demencia de aquel que se declaraba enamorado y fiel custodio de la felicidad de Amalia.

Desparramada en el baño, desnuda, a medio cubrir con un albornoz, dejaba al descubierto aquellas maravillosas piernas que antaño lucía debajo de unas minifaldas. Ahora entre sollozos miraba y rebuscaba en ellas algún vestigio de lo que fueron en otros días, donde el sol brillaba desde el amanecer hasta el anochecer.

Desde hacía unos cuantos meses, quizá más de un año, las llevaba con medias negras gruesas, y a las que preguntaban, que cada vez eran menos, les decía que llevaba esas medias por recomendación del médico por que tenía muy mala circulación. Pasó sus macilentas manos por sus piernas como acariciándolas, y descubrió seis moratones más que los de la semana anterior. Se dio cuenta del deforme abultamiento en su rodilla izquierda. No se había percatado del dolor hasta que presionó con el dedo, estaba lleno de líquido sinovial. Se levantó lenta y torpemente hasta erguirse y abrir el armario del espejo. De el sacó unas agujas de jeringuillas, y se las aplicó directamente al bulto, ya tenía experiencia en estos sucesos.

¡Andrés! Le vino a la cabeza ese nombre como una salvación, ya no recordaba cuando fue la primera paliza de verdad, con puñetazos y patadas, ya no recordaba el motivo que la produjo, sólo quería saber ¿por qué? Esa respuesta no llegaba, sólo llegaban golpes y más golpes. Ahora ya no necesitaba un motivo para pegarla, sólo tenerla delante lo enfurecía, y si no la tenía aún lo enfurecía más.

Ya nada tenía remedio. Tenía que vestirse y arreglarse, eran casi las doce del mediodía y Andrés estaría a punto de llegar. No había tiempo que perder.

Ducharse no le pareció una buena idea, mejor hoy sólo se lavaría bien. Se recogió el pelo con las manos, el peine haría que sus heridas ya secas volviesen a sangrar. Se puso una bata amplia encima del pijama. Y se fue a hacer la cama, limpiar el cuarto de baño. Cuando acabó maquinalmente se metió en la cocina para hacer la comida.

Hoy le prepararía su comida preferida, le pondría la cubertería nueva y la nueva vajilla que le regaló Andrés por Navidad. Necesitaba tiempo para cuidar las nuevas huellas del amor de la noche anterior.

Ya lo tenía todo preparado.

Andrés abrió la puerta despacito.

—¡Amalia! ¡Amalia, cariño! Mira te he traído flores, y unos bombones.

—Andrés… ¿Qué pronto has llegado? ¿Qué ha pasado?

—Nada mujer, te traje unos regalos para que perdones mi comportamiento de ayer. Tú sabes que yo te quiero mucho, Que yo por ti haría cualquier cosa. ¿A qué lo sabes amor?

—Sí, lo sé —respondió con un hilillo de voz—. Lo sé.

Amalia lo vio claro, era cuestión de unas pocas palabras y todo acabaría.

—Andrés…

—Dime, mi vida.

—Te…

—¿Qué? Dímelo ya ¿qué?

—Te soy infiel Andrés. Te estoy poniendo los cuernos.

Andrés, empezó a hinchar el pecho, a cerrar los puños, a resoplar como un buey, agarró a Amalia por el cuello, la apretó con todas sus fuerzas. Amalia perdió el conocimiento, sólo por un instante, tendida en el suelo, con la mirada extraviada repetía aquellas palabras como un mantra, y estás a su vez golpeaban desde los oídos hasta el interior de la cabeza de Andrés que ya no sabía dónde estaba, ni que hacía. Sus puños eran molinillos imparables e incansables que molían centímetro a centímetro la piel de Amalia.

Amalia ya casi no podía hablar, estaba totalmente cubierta en sangre, su cara y su cuello totalmente desfigurados. Andrés cansado de darle puñetazos se puso en pie y la pateo una y otra vez por todo el cuerpo, hasta que Amalia dejó de moverse, de chillar, de casi respirar.

Como un soplo de aire, un frío glacial cruzó por la cabeza de Andrés, de repente paró, y vio a su mujer Amalia tendida en el suelo revuelta en un amasijo de sangre, pelo, y piel. Llorando la intentó coger en brazos, las lágrimas le caían en verdaderas cascadas, apartó con una de sus manos los pelos que cubrían la cara de su amada mujer, y por primera vez vio las heridas producidas por sus propios puños, con sus botas, con toda su rabia descargados sobre Amalia.

Aquellas lágrimas incontenibles lavaron las heridas del rostro de Amalia.

Aún no estaba totalmente muerta.

Con los últimos resuellos de vida Amalia le dijo: —Dios existe Andrés, él ha hecho que la muerte me llegará de tu mano, y a él le rendirás cuentas en la otra vida. Adiós mi amor, por que tú siempre fuiste mi amor, y hoy por fin te lo he demostrado…. Adiós—.

2 comentarios

marinera -

jejejjeje
eso no vale
pero ya se que soy la ostia escribiendo, jajajjaa
besossssss

ana -

fuerte...,muy fuerte el tema.
Como siempre marinera me descolocas,sobre el texto decirte que no he podido dejar de leerlo hasta terminarlo,!tan real!,despues de leerte durante todo este tiempo anterior reconozco un cambio en la estructura y tambien cuidas mas la ortografia, los dialogos simpre han sido tu plato fuerte al igual que la intriga del momento, en fin, que decirte,me ha parecido genial,aunque ya sabes q soy una incondicinal tuya, jajaja bs, nos vemos