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Trastos & Letras

Las manias del esperpento

LAS MANIAS DEL ESPERPENTO

 

En realidad no se pueden llamar manías, ya que toda esta forma de sentir y pensar venían condicionadas por su aspecto físico.

Cuando era bebe, era imposible poderlo tapar, ya que su cuello retorcido hacia dentro y abajo le producía el ahogo, y con sus brazos menudos arremolinaba las mantas hasta dejarlas hechas una pena.

A medida que se iba haciendo mayor, empezaba a opinar por si mismo, y una cosa que no soportaba eran las manoplas. Su madre se las ponía para que la gente no se fijase en que tenía seis dedos, huelga decir que esto carecía de importancia si lo comparabas con el aspecto de lo que comúnmente solemos llamar cara. El pobre se pirraba por los guantes de piel, le encantaba el tacto, además le iban muy bien debido a la sensibilidad extraordinaria de su piel. Ya os podéis imaginar la gracia que le hacía a la mamá, pues tenía que adaptarlos a las peculiaridades de sus manos, lo cual le costaba un mundo, agujerearlos y acoplarle el sexto digito.

Otra cosa que le encantaba era llevar bufandas de lana, a lo que su madre intentaba convencerlo de que no se la pusiese, pues más parecía un turbante de joroba que otra cosa. Como su cuello se aplastaba hacia delante según iba creciendo se le pegaba al pecho de forma que no había manera de enrollársela por ningún lado. Pero lo que son las madres, por complacer al niño hacía lo que fuese.

Cuando se hizo adolescente, su miembro viril se volvió medio loco, y cuando menos se los esperaba salían disparadas las consecuencias de las irregularidades hormonales. Para colmo de males le gustaban los pantalones de pitilllo, su madre debía abrochárselos pues sus cortos brazos le impedían llegar al botón, y con las eyaculaciones involuntarias y las patitas como alfileres parecía siempre meado, aparte de pegajoso, y cuando andaba las perneras chirriaban.

Más o menos cuando tenía los 20 años tuvo que asistir a una boda de una prima, lo invitaron pensando que él mismo se negaría a asistir, pero no contaban con que nuestro amigo tenía una auto estima fuera de lo común y para nada se escondía de nadie, según él los raros éramos nosotros.

Se le metió en la cabeza que quería ir vestido de frac. Nunca un pingüino tuvo tanto éxito. El problema peor fue ponerle la camisa, su madre se pegó cerca de tres horas para podérsela colocar. Pero él no desistió de su sueño, todo lo contrario, con indecible paciencia aguantó toda clase de improperios provenientes de su progenitora hasta que la tuvo puesta, aunque no se sabía muy bien si estaba al revés o al derecho. Y ya cuando parecía que lo peor había pasado, le pidió a su madre que le pusiese los gemelos, aún a sabiendas de que era alérgico a cualquier tipo de metal.

Llegó a la boda con la camisa hecha pedazos, ya que los gemelos le empezaron a picar y con las enormes uñas desgarró por completo ambas mangas. Su madre para disimular un poco la situación le quiso poner la chaqueta por encima. Al no tener un cuello en condiciones el frac se le caía de todas las formas en que lo intentaba. Finalmente optó por ponerle un imperdible plastificado, pero como pesaba mucho, se volvía a resbalar, con que como última solución tuvo que coserle el cuello del frac al de la camisa, pero como no se estaba quieto, tanto rascarse, se le quedó todo encogido y fruncido, aún así no se echó atrás y siguió en sus trece de acudir con esas pintas al banquete, pues a la iglesia ya no llegaban ni por obra de milagro.

Se aficionó a beber bebidas con gases, le encantaba la coca—cola, aunque existía un serio problema para beberla, todo debía tomarlo por medio de pajitas, y no tenía control alguno sobre si aspiraba o espiraba lo mismo se llenaba el vaso de burbujas, que se le salía por los oídos. Estos eran aparentemente normales, pero el agujerito que va a dar a la membrana del tímpano, era exageradamente grande y además estaba hueco, si tenías las narices suficientes para asomarte por ellos, veías su laringe completa, y cuando estaba resfriado, su madre le sacaba el moco con jeringuillas de las gordas.

Y ya para finalizar tenía una manía, tal y como las conocemos nosotros, no soportaba las puertas cerradas, y las ventanas debían estar siempre abiertas y con las cortinas corridas. En verano era un completo incordio por culpa de los insectos, y en invierno por que pasaban un frío de perros. Al ser imposible taparlo cogía resfriados de órdago, y su mamá no ganaba para jeringuillas, ni para bolsas de basura, pues estos olían que tiraban para atrás, con lo que cada vez que se los limpiaba tenía que salir urgentemente a tirar los desperdicios.

Otra cosa que le encantaba era asomarse por la ventana, y mirar las chicas que pasaban por la acera, como no podía hablar, se le escapaban unos sonidos repelentes comos si fuese el silbato de un tren afónico, y poco después sus pantalones se quedaban pegados a la pared.

Cuando murió su madre, la familia pensó que la mejor opción iba a ser llevarlo a una residencia, y así lo hicieron sin perder ni un solo día. De hecho el día del entierro de esta pobre mujer, lo vistieron y asearon en la residencia, aunque para no complicarse la vida lo sacaron en pijama, y con zapatillas de estar por casa… total para lo que iba a hacer.

El caso es que ese día fue el primer día en que entró en depresión, no por la muerte, si no por la vergüenza que tuvo que pasar al despedir a su madre de esa guisa.

Y es que contrahecho era, pero su cabeza era envidiable. Se encerró y se puso a estudiar de forma compulsiva, y llegó a sacar la carrera de Criminología.

Pocos años después falleció.

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