Blogia
Trastos & Letras

Minerva

NO LO DUDÉ

NO LO DUDÉ

En el café previo al concierto me quedó claro que ibas en serio.  Tus ojos lo decían todo.  Colocado enfrente, como si fueras mi pareja de guiñote, olvidamos a Miguel y a Clara que hablaban sin parar de temas muy aburridos.  Nosotros también hablábamos, también nos decíamos cosas.  Intercambiábamos deseos a través de las miradas.  La noche prometía.  Me aseguraba un buen final porque confiaba en ti y todavía no sabía por qué.  Después de un rato en el que se me hizo insoportable no lanzarme a tus brazos y besarte, decidiste levantarte y, con la excusa de hacer la prueba de sonido, te marchaste.  Jugaba sola ahora.  Miguel intentaba un tute con Clara y conmigo, pero yo sólo quería jugar contigo.  Contigo y con quién tú dijeras.

La música sonó, como tantas otras noches, excitante y novedosa, a pesar de saberme todas las canciones.  Desde el escenario mirabas celoso a Miguel que no paraba de contarme historias al oído.  Hasta el punto de parar la canción que tocabais y llamarle la atención.  Mi mirada entonces fue de entrega.  Te decía que hicieras conmigo lo que quisieras.  Que me llevaras lejos de allí.  Que me presentaras a la chica del vestido corto y el bolero negro y nos fuéramos a cualquier sitio.  Cuando terminó el concierto estuviste mucho tiempo perdido entre la gente.  Tus fans te reclamaban.  Un gesto, una mirada y me devolvías a la luz.  Me hacías sentir que no me dejarías de lado esa noche.  Se fueron marchando todos, poco a poco.  Yo había pagado muchas rondas esperándote.  La Groenlandia iba a cerrar de un momento a otro y decidiste que fuéramos a echar la última a otro sitio.  Miguel nos seguía.  Era como si después de todo este tiempo quisiera volver a reconquistarme.  Después de casi quince años.  Pero todo había cambiado tanto...  Ahora eras tú el que me importaba.  Eras tú al que quería a mi lado.  Eras tú por el que me sentía atraída.  Eras tú al que quería darme.  Y así fue.  Dejaste a Miguel en su casa y nos perdimos por la ciudad, besándonos en cada semáforo hasta llegar a tu casa.  Una vez allí, dominaste el asunto como nadie y, entonces, supe que eras de los míos.

La mancha amarilla

Nunca imaginé que contaría una cosa así, pero el caso es que hace unos días me escapé de la paleta.  Sí, soy una mancha de color amarillo y me he escapado de la paleta.  Algunos pensarán que estoy loca, otros que a dónde voy a ir.  En realidad todos tienen algo de razón.  Estuve caminando toda la mañana con mi pequeño hato al hombro.  Quería ver mundo y disfrutar de la vida.  Estaba harta de mis compañeras de paleta: rosa la sosa, roja la sabelotodo, violeta la ambigua, naranja la naturista.  El caso es que no conocía a nadie más y sentía curiosidad por ver dónde se meten las demás manchas, si es que existían.  Paseaba tranquilamente por una calle y me senté en una acera a descansar.  Cuando me levanté, había dejado tan bien el bordillo que a alguien se le ocurrió poner una placa de vado para rematar la faena.  Sinceramente no le di más importancia, he hecho cosas mejores como atardeceres, soles y cosas así.  Me disponía a seguir hacia el centro cuando me topé con una imponente mancha azul.  Había visto manchas azules en alguna otra ocasión.  Creo que una vez compartimos paleta en el cuadro de una marina, pero esta mancha azul era diferente.  Tenía un aire chulesco, informal y demostraba una seguridad en sí misma que dejaba boquiabierta a la mejor acuarela.  El caso es que ella también debió de fijarse en mí porque tiró aposta un libro de Hermann Hesse al suelo y cuando me agaché para recogérselo, tiró dos o tres más del Marqués de Sade.  Estos últimos me hicieron reflexionar sobre el acto.  Me comentó que se sentía muy sola y que acababa de salir de una relación con una mancha negra.  Yo le dije que las manchas negras no son de fiar.  Le conté mi experiencia con una de ellas en un bodegón.  La historia no acabó bien.  Traté de explicarle que las manchas negras siempre intentan atraparte y convertirte en su color.  Nos fuimos a una cafetería-churrería que hace esquina en el barrio de Las Fuentes, una de toda la vida.  Allí, tranquilas, nos reímos de Miró y de Tàpies y las dos coincidimos en lo bien que plasmó Lautrec el París de finales del siglo XIX en sus cuadros.  Cuando ya se hizo la hora de despedirnos, quedamos en volver a vernos al día siguiente.  -En la Plaza Santa Marta, no lo olvides- me dijo.  Así que al día siguiente aparecí por allí.  Ya no iba con mi hatillo.  Había encontrado una pensión en la calle San Lorenzo y conseguí darme una ducha con aguarrás para aligerarme un poco.  Llegué de un amarillo limón que daba envidia.  Entramos en El Lince y nos pedimos su famoso montadito de arenques picantes y unas sidrinas.  Al cuarto de hora nuestros colores habían subido como tres o cuatro tonos, pero éramos felices.  Entonces ocurrió.  Ella dijo de ir a otro sitio más tranquilo y con cama y la llevé a mi pensión.  No podíamos imaginar la trascendencia de lo que íbamos a hacer.  Una vez en la habitación, se tumbó y yo lo hice encima de ella.  Fue una experiencia maravillosa e inolvidable pero nadie nos advirtió de las consecuencias.  Así que cuando quise incorporarme ella ya no estaba.  Miré por toda la habitación.  Ni siquiera estaba en la réplica de un Sorolla que colgaba en la pared.  Desesperada fui al cuarto de baño y ¡horror!  Ahora yo ya no era amarilla, sino verde.

Hoy camino con mi hatillo al hombro de vuelta a la paleta.  He comprendido que la vida fuera de ella tiene cosas maravillosas pero, como todo, también tiene su lado oscuro. No dejo de pensar en el dineral que va a costarme una terapia para tratarme el trastorno de doble personalidad.  Mi querida mancha azul, te llevo conmigo a todas partes.

Torres y el marido de Feli

A María su marido la dejó por otra mujer.  Esto alentó a Feli a complacerse maliciosamente, a regodearse en el dolor de la desdichada y todavía enamorada María.  Solía hacer comentarios en las comidas de empresa de su marido, a las que acudían las mujeres de los empleados, vanagloriándose de la fidelidad de éste y del amor que le profesaba.

-María fue la última en saber lo de Julián,- decía Feli –a mi marido nunca se le ocurriría hacer semejante cosa.  Y si se le pasara por la cabeza hacerlo, tiempo me faltaría para ponerle de patitas en la calle.

Lo que no sabía Feli, era que su marido aprovechaba cualquier ocasión para hacer una incursión al burdel más cercano.  El marido de Feli no tenía una amante, no, pero el vicio o la necesidad habían hecho que llevara una doble vida exactamente igual que Julián.

Torres y el marido de Feli, que eran compañeros y amigos desde la infancia, acudían al prostíbulo de Santa Afra cada vez que se organizaba una cena en su departamento.  Aunque trabajaban en una compañía de seguros, se habían apoderado de dos carteras con placas de la policía y, haciéndose pasar por dos agentes de la judicial se manejaban a su antojo con las chicas, intimidándolas con revisarles la documentación y otros enseres privados.  Puede resultar cómico este proceder desde el punto de vista de los dos amigos, pero era de lo más dramático para las pobres putas, ya que tenían que acceder y consentir en hacer cosas de lo más peregrinas y, por supuesto, a precio de saldo.

Entraban los dos por la puerta de El Congal y el marido de Feli buscaba con los ojos a su favorita.  Si no se encontraba aquella noche, elegía otra de su agrado y le hacía una señal a su amigo.  Entonces, Torres se acercaba a ella y la convencía para que subiera con su compañero.

No se sabe muy bien por qué Torres nunca subía con ninguna chica y tampoco por qué era él siempre el que se trabajaba la que le gustaba a su amigo para luego pasársela.  El caso es que siempre iban juntos y todavía no les habían pillado.  Si la pobre Feli se enterara de esto, no sé si pondría a su marido de patitas en la calle pero, seguramente, ella no la pisaría en una temporada.

 

EL DÍA DE VIRGINIA Y FÉLIX

            Una luz cegadora descansaba en sus ojos.  Intentó abrirlos, pero aquel haz de luz golpeaba su retina cuando intentaba hacerlo.  Entonces se incorporó.  El rayo de sol que se filtraba a través de las cortinas se posó ahora en su vientre, transmitiéndole una sensación de calor agradable.  Su mirada ahora apuntaba al infinito, con su intensidad taladraba la pared que tenía justo enfrente, blanca, nívea, casi inmaculada.  La boca entreabierta y las manos juntas en el halda.  Nadie imaginaba lo que pasaba por la cabeza de Virginia.  Los recuerdos y su imaginación la habían llevado lejos de donde se encontraba.  No estaba en este mundo.

            –No pienses en nada, te ayudará a mantener la calma- Le dijo su padre.

            La calma, pensó ella.  Todo es caos a mi alrededor, ¿cuándo acabará todo?  Quiero estar tranquila y a solas con Félix, ¿cuándo podré hacerlo?

            Su padre exasperado volvió a hablar interrumpiendo su silencio.

            -¡Vístete rápido!, ya no hay tiempo, ¿no querrás hacerle esperar para vengarte?.

            Por una vez Félix sería puntual, aunque este mérito no podría atribuírsele a él, sino a su chófer.  Virginia no había comprado el vestido para la ocasión.  En realidad era un bonito vestido de verano, sin mangas, que le regaló Félix hacía unos meses y que todavía no había estrenado.  ¿Qué mejor ocasión?  Lo estrenaba para él y sería una sorpresa.

            –Pero, ¡date prisa, cariño!  Sé que esto es muy importante para ti, por eso tienes que estar allí lo antes posible.  Sin ti no puede llevarse a cabo.

            Cuando llegaron a la calle a Virginia le entró un pánico espantoso.  Tenía miedo, mucho miedo, un miedo incalculable.  De repente se le nubló la vista, los oídos le zumbaban y una enorme náusea se apoderó de ella hasta hacerle perder el conocimiento.  Entre todos la sentaron en un banco cercano, le dieron un poco de aire con un abanico improvisado y, cuando volvió en sí, sólo pensaba en que dentro de unos minutos estaría rodeada del resto de su familia, la familia de Félix, sus amigos, los amigos comunes y un sinfín de gente desconocida que se acercarían por el morbo de verla a ella.

            Virginia respiró hondo, se impulsó con las manos para levantarse del banco y dijo:

            –Vamos papá, dame el brazo.

            La iglesia estaba abarrotada.  Mucha era la gente que conocía a la pareja y no querían perder la oportunidad de acompañarlos en un día tan señalado.  Virginia entró del brazo de su padre en un estado físico y mental casi gaseoso.  Creía estar serena y tener esa templanza que tantas veces la había acompañado en multitud de ocasiones, pero volvió a desvanecerse nuevamente cuando, al llegar casi al altar, giró la cabeza para mirar atrás y observó cómo le acercaban el féretro.

Reflexión

Sólo nos fijamos en las hojas en otoño, cuando caen.  Y si seguimos por el camino y miramos al cielo, nos parece más gris.  Algunos campos vuelven a verdear, a retomar ese color vivo que les trajo la primavera y que el verano quemó.  Y los árboles que mudan sus copas quedan al descubierto, para que el crudo invierno no hiele la savia de sus nérveas hojas.  Sólo los cipreses del cementerio siguen perennes, erguidos hacia el embaldosado cielo, como queriéndose abrir paso entre la manta nubosa que nos oculta el resto del universo.  Sólo vemos las cosas cuando ocurren, cuando estamos en ellas.  Da igual que sea algo inesperado o que se repita a menudo, cíclicamente, como las estaciones.  Sólo vivimos y experimentamos las verdaderas sensaciones de un suceso única y exclusivamente cuando ocurre.