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Trastos & Letras

La mancha amarilla

Nunca imaginé que contaría una cosa así, pero el caso es que hace unos días me escapé de la paleta.  Sí, soy una mancha de color amarillo y me he escapado de la paleta.  Algunos pensarán que estoy loca, otros que a dónde voy a ir.  En realidad todos tienen algo de razón.  Estuve caminando toda la mañana con mi pequeño hato al hombro.  Quería ver mundo y disfrutar de la vida.  Estaba harta de mis compañeras de paleta: rosa la sosa, roja la sabelotodo, violeta la ambigua, naranja la naturista.  El caso es que no conocía a nadie más y sentía curiosidad por ver dónde se meten las demás manchas, si es que existían.  Paseaba tranquilamente por una calle y me senté en una acera a descansar.  Cuando me levanté, había dejado tan bien el bordillo que a alguien se le ocurrió poner una placa de vado para rematar la faena.  Sinceramente no le di más importancia, he hecho cosas mejores como atardeceres, soles y cosas así.  Me disponía a seguir hacia el centro cuando me topé con una imponente mancha azul.  Había visto manchas azules en alguna otra ocasión.  Creo que una vez compartimos paleta en el cuadro de una marina, pero esta mancha azul era diferente.  Tenía un aire chulesco, informal y demostraba una seguridad en sí misma que dejaba boquiabierta a la mejor acuarela.  El caso es que ella también debió de fijarse en mí porque tiró aposta un libro de Hermann Hesse al suelo y cuando me agaché para recogérselo, tiró dos o tres más del Marqués de Sade.  Estos últimos me hicieron reflexionar sobre el acto.  Me comentó que se sentía muy sola y que acababa de salir de una relación con una mancha negra.  Yo le dije que las manchas negras no son de fiar.  Le conté mi experiencia con una de ellas en un bodegón.  La historia no acabó bien.  Traté de explicarle que las manchas negras siempre intentan atraparte y convertirte en su color.  Nos fuimos a una cafetería-churrería que hace esquina en el barrio de Las Fuentes, una de toda la vida.  Allí, tranquilas, nos reímos de Miró y de Tàpies y las dos coincidimos en lo bien que plasmó Lautrec el París de finales del siglo XIX en sus cuadros.  Cuando ya se hizo la hora de despedirnos, quedamos en volver a vernos al día siguiente.  -En la Plaza Santa Marta, no lo olvides- me dijo.  Así que al día siguiente aparecí por allí.  Ya no iba con mi hatillo.  Había encontrado una pensión en la calle San Lorenzo y conseguí darme una ducha con aguarrás para aligerarme un poco.  Llegué de un amarillo limón que daba envidia.  Entramos en El Lince y nos pedimos su famoso montadito de arenques picantes y unas sidrinas.  Al cuarto de hora nuestros colores habían subido como tres o cuatro tonos, pero éramos felices.  Entonces ocurrió.  Ella dijo de ir a otro sitio más tranquilo y con cama y la llevé a mi pensión.  No podíamos imaginar la trascendencia de lo que íbamos a hacer.  Una vez en la habitación, se tumbó y yo lo hice encima de ella.  Fue una experiencia maravillosa e inolvidable pero nadie nos advirtió de las consecuencias.  Así que cuando quise incorporarme ella ya no estaba.  Miré por toda la habitación.  Ni siquiera estaba en la réplica de un Sorolla que colgaba en la pared.  Desesperada fui al cuarto de baño y ¡horror!  Ahora yo ya no era amarilla, sino verde.

Hoy camino con mi hatillo al hombro de vuelta a la paleta.  He comprendido que la vida fuera de ella tiene cosas maravillosas pero, como todo, también tiene su lado oscuro. No dejo de pensar en el dineral que va a costarme una terapia para tratarme el trastorno de doble personalidad.  Mi querida mancha azul, te llevo conmigo a todas partes.

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